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UN MUNT DE MOTS

Funerales

Me ha gustado tánto la idea de Montse (y la necesito tánto, ahora mismo) que, con vuestro permiso y sobre todo con el de ella, voy a inugurar la nueva sección: TALLER DE REPARACIONS.

Aquí os dejo un fragmento de algo que estoy escribiendo y que está ligeramente atascado. A ver si entre todos lo empezamos a desatascar...

Aquí va.

Se titula "Funerales". Aunque eso también se puede cambiar, claro...

Esta es una ciudad extraña.Siempre lo ha sido.Ni tan solo el huracán pudo quitarle eso.Dice la gente que es por su arquitectura. Las casas victorianas, las villas con porches de columnas blancas, los balcones de hierro, los jardines de aspecto salvaje.Pero eso no es lo que hace a una ciudad.Otros dicen que se trata de la curiosa mezcla de gentes, de razas y religiones. Los negros descendientes de esclavos liberados, que se mezclaron con los indios, primeros habitantes de la tierra. Luego vinieron los franceses, los españoles, los haitianos. Cada uno con su carga de historias, de costumbres, de recuerdos. Cada uno con su equipaje de mitos y supersticiones. Todos conformaron, poco a poco, el caos multicolor de estas calles sureñas.Pero tampoco es eso.Hay quien dice que es el jazz. Otros que el Mardi Gras.El gran río Mississipi y los barcos de vapor.El French Quarter y Bourbon Street.Los turistas.Los cafés.La vida nocturna.La magia y el vudú.Podría ser. Pero no lo creo.Siempre he pensado que todas las rarezas de New Orleans vienen de los pantanos. Así lo creía mi padre. Y mi abuelo. Y mi bisabuelo, antes que él.Fue mi bisabuelo quien construyó la casa con porche en la que vivo. La casa que se salvó y me salvó del huracán. Pero esa es otra historia...Mi bisabuelo.Teniendo en cuenta de donde venía, lo hizo muy bien. Era hijo de un escalvo liberado. Y aún así se las arregló muy bien. Su padre trabajó muy duro toda su vida y construyó una cabaña de troncos cerca de los pantanos. Luego fue mi bisabuelo quien trabajó duro y consiguió ser propieterio de su propia tienda de ultramarinos. Construyó la casa donde antes había estado la cabaña de troncos de su padre. Una casa grande y cuadrada, con buhardillas y balcones enrejados, con un porche para la mecedora y las paredes pintadas de amarillo.Una casa en un jardín salvaje.Más tarde el bisabuelo se casó con la bisabuela, lo que tampoco debió de ser nada fácil, porque ella era una india lakota. Su familia murió en Wounded Knee, y a ella la trajeron aquí y luego la criaron las monjas de la misión francesa. Pero la bisabuela nunca se dejó domesticar. Por eso se casó con el bisabuelo.Y se fueron a vivir a la casa. Y la casa creció, igual que creció la familia, hasta tomar el extraño aspecto laberíntico y confuso que tiene ahora, con sus pabellones y sus salientes, sus torrecitas y habitaciones secretas, y la colección de glorietas en el jardín.Nunca ha dejado de crecer, en realidad. Igual que un ser vivo, sigue creciendo. Ahora ya se parece bastante a algún extraordinário organismo natural, una hermosa criatura de los pantanos.No sé porqué recuerdo eso, ahora.No sé porqué, desde hace un tiempo, pienso tanto en el bisabuelo.Recuerdo su funeral.Yo era un niño pequeño, aún, pero quería mucho a mi bisabuelo. Nunca creí que se podría morir. El abuelo, su hijo, me pareció siempre mucho más viejo que él. Pero una noche de verano lo encontré sentado en el porche, y me miró con aquellos ojos que parecían tallados en obsidiana, y me dijo “Me voy ahora. Cuida de la casa mientras yo no esté.” Y se puso en pie, y caminó hacia los pantanos, y no lo volvimos a ver hasta una semana después, cuando lo encontramos sentado entre los helechos, inmovil como una figura de piedra negra, e igual de muerto.Sonreía.Los caimanes ni siquiera le tocaron.No me lo dejaron ver. Era demasiado pequeño, entonces. Pero los niños hablan, y mis primos mayores me lo contaron todo con pelos y señales. Dijeron que había ido a reunirse con la bisabuela, que desapareció en los pantanos muchos años antes, y que la encontró, tan joven y guapa como siempre, con sus trenzas largas del color de las nubes de tormenta. Y ella se rio de él, porque ya estaba viejo, tan arrugado y seco como un pedazo de cecina. Y él también se rio, porque era verdad que parecía un trozo de cecina, y dejó atrás su cascarón viejo y reseco y se fue con ella, a vivir para siempre en los pantanos.Eso dijeron mis primos.Y ese fue mi primer funeral. Luego vinieron otros, demasiados, pero ese fue diferente. Nadie parecía muy triste, según recuerdo. Creo que pensé que era porque el bisabuelo en realidad no se había muerto, si no que estaba en los pantanos con la bisabuela. Se lo dije a mi padre y de pronto él se echó a llorar. Había bebido mucho. Como todos.No sé porqué, me imaginaba al bisabuelo correteando completamente desnudo por los pantanos. Supongo que era porque la ropa se la había quedado el cascarón que enterramos aquel día.Hubo mucha música.Y comida.Y, sobre todo, bebida. Todo el mundo bebió tanto que, al final, se confundían los unos con los otros y las palabras sonaban raras, retorcidas, misteriosas como poemas recién inventados, o hechizos murmurados a la luz de la luna.Muy tarde, por la noche, me encontré al abuelo roncando debajo de la mesa del comedor.No recuerdo mucho más del funeral del bisabuelo: música triste camino del cementrerio y un ragtime a la vuelta, bebidas con aspecto de joyas luminosas, lagrimas centelleantes a la luz de las velas, los gemidos de las plañideras. Y la sensación de que, en realidad, todo aquello no importaba.Y luego, muy tarde, en la cama, darme cuenta de que ya nunca volvería a ver a mi bisabuelo.Eso es lo que más recuerdo.He ido a muchos funerales desde entonces. Familia y amigos. Conocidos y extraños. Sobre todo después del huracán.Como la señora Dubois, mi vecina. El huracán derribó su vieja villa señorial, mucho más antigua que la mía, casi tan vieja como los pantanos. Se hundió sobre ella como un castillo de naipes. Y sin embargo, la señora Dubois surgió de entre las ruinas como un ave fénix artritico y malhumorado. Ni un solo rasguño. Ni un moratón. Pero cuando, poco después, se dio cuenta de que su casa nunca volvería, de que sus gatos se habían quedado allí debajo, decidió que no valía la pena seguir sin lo que más quería en el mundo. No le quedaba nada por lo que seguir viviendo, así que, simplemente, se murió. Siempre tuvo las ideas muy claras, la señora Dubois...O los gemelos Chen, dos manzanas más abajo. Fuimos juntos a la escuela. Nacieron pegados por un costado, abrazados en el vientre de su madre como si no quisieran que nadie los separase. Pero los separaron, al nacer. No compartían ningún órgano vital y, sencillamente, los cortaron por la mitad. Siempre tuve la sensación de que los gemelos Chen eran medias personas. Aún recuerdo el día en que me enseñaron la cicatriz que antes los había unido, un costurón largo a un lado del torso, con el aspecto de un insecto monstruoso encastrado bajo la piel. Seguimos juntos en secundaria. Y en la universidad. Luego les perdí la pista, como a tántos otros. Hasta el día en que tuve que ir a su funeral. Me dijeron que alguien se llevó a Yang. Que lo buscaron durante días, que avisaron a la policía, pero el secuestrador nunca llamó. Yang siempre tuvo un aspecto delicado, fràgil, casi femenino. Li también, claro. Eran gemelos. No. Eran uno partido por la mitad. Unos días después del secuestro, Li se fue: “Voy a buscar a mi hermano, y no pienso volver sin él”. Nadie sabe que pasó en realidad. Creo que nadie lo sabrá nunca. Cuando los encontraron, Yang y Li estaban abrazados, en el vientre de la tierra, como si no quisieran que nadie los separase. Blancos y hermosos como figuras de suave porcelana, sin heridas, sin sangre, sin nada que justificase su muerte. Esta vez nadie se atrevió a separarlos. Los enterraron en la misma tumba, y su rica familia mandó construir un mausoleo magnífico, en la parte alta del cementerio. En la puerta del mausoleo hay una figura pequeña, de mármol blanco. Son dos niños abrazados. Nadie sabe quien la puso allí. Nadie la quitará nunca. No se atreverían. Aquí acostumbramos a respetar la voluntad de los muertos.Y el maestro. Era una buena persona. Enseñó a mucha gente a ser buenas personas. También a mí. Me hubiese gustado que también se lo enseñase a mis hijos, pero se murió antes. No era viejo, ni mucho menos. Mayor. Maduro. Un hombre inteligente, y una buena persona. Muy buena persona...Cogió una de esas enfermedades largas y lentas que te acaban convirtiendo en una sombra de tí mismo, y luego en nada, hasta desaparecer. Creo que pocas veces he visto un funeral más numeroso. Se acabó convirtiendo en una especie de pequeña fiesta de despedida. La familia tuvo que poner mesas con crespones negros en el jardín, aunque hacía un tiempo de mil demonios. Y luego, en el cementerio, el silencio más grande que nunca he oido. Hasta los pájaros callaban. El perro del enterrador, que siempre ladra a las comitivas, estaba inmóvil en un rincón, con los ojos tristes fijos en el sencillo ataúd del maestro. Ni la lluvia parecía atreverse a repiquetear sus dedos de agua en el tambor terso de la tierra.Tántas veces que había dicho el maestro “Un poquito de silencio, por favor...”Y mi hermano, claro. Aquel al que ni tan solo recuerdo. El bebé rollizo y serio de las fotos viejas. Solo recuerdo que un día el bebé dejó de llorar. Y luego no estaba, y mi madre me puso un trajecito oscuro y una corbata que picaba. Le pregunté “¿Dónde vamos?” y ella apretó los labios y no dijo nada. Tenía los ojos rojos, y su hermosa piel de chocolate parecía agrietarse y resquebrajarse de pura tristeza. No recuerdo mucho más: una cajita blanca con remaches dorados que enterraron en el suelo como si fuese el tesoro de un pirata , muchas flores, gente a la que no conocía. Y nada de comida, nada de música, ni de bebida. La muerte de un niño no se puede celebrar. Cuando muere un adulto, celebras su vida, lo que ha hecho, quien ha sido. Un niño no ha tenido tiempo de vivir ¿Que vas a celebrar? No puedes celebrar lo que hubiera sido. No puedes celebrar el hueco de su vida en el futuro. No se puede celebrar. Así de simple.Apenas hubieron palabras. Recuerdo los murmullos, las voces bajas, los ojos resecos de mi madre, las manos espantadas de mi padre. Recuerdo que los mayores nos regañaron cuando quisimos jugar, y yo no entendía porqué. Pero no recuerdo a mi hermano. Solo es una imagen en una fotografía descolorida. No una persona real. Y, sin embargo, el hueco de su vida se quedó para siempre con nosotros, en la casa con porche, junto a los pantanos. Su minúscula presencia invisible se convirtió en el más poderoso de los fantasmas que pueblan esta casa vieja.Muchos funerales. Demasiados...Ninguno como este.Nada es como esto. Absolutamente nada de lo que haya visto u oido. Nada de lo que haya sentido... Ni siquiera estoy muy seguro de que se le pueda llamar funeral. Tal vez velatorio. O celebración.Hay cosas para las que no tenemos suficiente con las palabras corrientes. Necesitamos palabras extraordinarias para hablar de ellas, y yo no las tengo.Pero no por eso voy a dejar de hablar.Porque no puedo evitarlo. Hay que seguir con las historias, aunque fallen las palabras. Sin historias no somos nada.También el tiempo falla. Parece que desde ese día se haya vuelto extrañamente elástico. Tengo la sensación de haber recorrido una eternidad, un río de días y de noches.Una semana.Y, a pesar de todo, como vuelan las horas...No podía dormir. El calor sofocante se filtraba por todas las grietas, por los agujeros y resquicios de esta casa vieja.Suele hacer un calor húmedo, en esta ciudad. Es por los pantanos. Como todo. Pero esa noche era más que húmedo. Se había vuelto sólido, viscoso, algo vivo. Una especie de cálido reptil prehistórico reptando sobre la piel, sobre las sábanas, sobre todas las cosas, dispuesto a devorarte en un aliento caliente y pesado, a ahogarte en su abrazo monstruoso.Me desprendí del abrazo con una sacudida. A mi lado, en la cama, mi mujer respiraba pesadamente, durmiendo sobre las sábanas, su piel brillante por el beso del reptil. Quise despertarla, pensando que acabaría por devorarla, pero ella siguió durmiendo, como si mis palabras, mis manos, mis súplicas no fuesen nada. Por un momento, creí que a quien el reptil se había tragado era a mí. Luego me volví a sacudir  y salí al balcón, en busca de aire fresco, bebiendolo con la ansiedad de un borracho. No había mucho que beber, aquella noche.Recuerdo que me mojé la cabeza en un balde de agua. Estaba tibia, pero me despejó un poco. Recuerdo la sensación del líquido en la piel, en el pelo, resbalando por la espalda. Recuerdo la música...Música de carnaval.Eso fue lo primero. Antes de ver nada, música de carnaval, desafinada y extraña, en una madrugada de agosto.Luego las antorchas de los flambeaux iluminaron la noche espesa y cálida como alquitrán con su luz incierta. Bajo la luz anaranjada, el Boeuf Gras bailaba una danza lenta y solemne al ritmo de la música desacompasada. Detrás venía la gente. Mucha, muchísima gente, todos vestidos de oro, morado y verde, como en Mardi Gras. Pero no era Mardi Gras. Ni tan solo lo parecía, a pesar de los colores, del Boeuf Gras, a pesar de la música y las antorchas. El único movimiento parecía venir del triste buey de cartón piedra con lazos negros atados a la cornamenta, mientras la gente de luminosos disfraces se limitaba a deslizarse como en un sueño, sin bailar, sin cantar, sin las risas y los gritos que suelen acompañar a los desfiles de carnaval de esta ciudad extraña junto a los pantanos. Luego pude ver que algo más danzaba, de una manera casi frenética, en medio de los soñadores que formaban la extraña comitiva. Un personaje enmascarado, un payaso, una triste imitación del Rex de Carnaval, giraba sobre si mismo y arrojaba baratijas brillantes a la silenciosa multitud, doblones luminosos, caramelos y flores que nadie pedía, que nadie recogía. Los pequeños objetos, luminosos como luciernagas bajo la luz amarilla de las farolas, caían en las aceras vacías, o bajo los pies de aquellas criaturas dormidas, aquellos sonámbulos atrapados por la música desafinada y discordante, que los pisaban convirtiendolos en un polvillo multicolor, como el de las alas de las mariposas.Y, al final de todo, estaba el coche fúnebre, más negro que el negro alquitrán de la noche de los pantanos, más negro que la brea, arrastrado por caballos negros, engalanado con negros crespones y coronas negras de flores sin aroma. Y ahí estamos. Mirando ese extraño coche fúnebre. A ver que pasa ahora.Agradeceré todo tipo de comentarios y de opiniones, tanto de la gente del grupo como de los que no lo son (siempre va bien la mirada crítica de un desconocido)Muchas gracias.Y queda inaugurado el Taller de Reparaciones de Un Munt de Mots...

 MARÍA

6 comentarios

quedsiste -

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Toni -

Eiiii!!!
Jéssicaaaaaaaaa

Qué alegría "verte" en el verdiblanco desierto digital...
Gracias por plantar la palmerita luminosa de tus palabras.
A ver si entre tod@s creamos un inmenso oasis literario donde disfrutemos a placer de narraciones refrescantes, riachuelos plagados de poesía y cuentos con sabor a lima limón.

Jéssica -

Ante todo buenas noches, quisiera presentarme puesto que no pertenezco (aún) a vuestra asociación pero pretendo formar parte de ella algún día. Estoy al corriente de la mayoría de actuaciones por voz de uno de vuestros miembros, para mi un gran amigo. Bien, tras la extensa y quizá fútil parrafada ahí voy: Soy Jéssica, de Terrassa me encanta la literatura y tras leer el escrito de "Funerales" me gustaría aportar mi humilde grano de arena a un texto maravilloso bajo mi punto de vista.

Me quedé inerte mirando ese ataúd y la verdad, me sorprendió mi reacción, por Dios! No era el primero que veía en todos estos años. Quise averiguar a quien pertenecía, quien yacía en la flamante caja mortuoria que pasaba, más bien desfilaba elegante ante mí. Entre de nuevo en casa con tal de ponerme algo de ropa, aunque el calor era asfixiante no pretendía salir sin cubrirme los hombros con alguna fresca camisa de fino algodón. Intenté que el estrépito de la verja, que muy útilmente havia servido esa noche para dejar entrar el mínimo aliento de brisa refrescante, no perturbara el sueño de mi mujer….

--- Se que es rídiculo, pero me apetecia escribir algo. Hasta pronto.

montse -

María, difícil ayudarte. Teniendo en cuenta el ritmo, poesia, música que impregna tu cuento. De todas formas para intentarlo necesito me digas (discúlpame, ya sabes lo cuadriculada que soy) el último féretro, ¿ a quién pertenece? ¿es el padre?

Toni -

Hola Maria!!
que ilusión "vernos" en el Blog, supongo que los puntos y a parte, o - una de dos- se fugaron con unas cuantas comas que estaban de miedo y pasaron una noche de delirio y juerga descontrolada en el pub puntos suspensivos. O bien... al hacer un edición>copiar edición>pegar se perdieron para siempre...
Prueba en el texto original de Word, guardar como formato hmtl, allí corriges los párrafos y desde allí lo copias. Quizás así se conserven. Cuando se copia de html a html, creo que se conserva el mismo formato y estilos de paragrafo.
Si no habrá que arreglarlo con el editor de Blogia.
Espero haberte ayudado un poco.
1 abrazo.

María -

Estooooo.
TONI, HEEEEELP.
¿Dónde están mis puntos y a parte?